Presentación de POR ESCRIBIR SUS NOMBRES, de Víctor Juan Por José Luis Melero
En realidad yo no sé muy bien por qué estoy aquí. Están Víctor y Antón, que son como almas gemelas, y ya no haría falta ningún otro presentador. Veamos por qué son almas gemelas. Ambos comparten muchas características: Viven retirados, en Garrapinillos, en lugares casi inaccesibles, esos lugares que para llegar a ellos la primera vez te tienen que mandar un plano y aun así siempre te pierdes. Consiguen, eso sí, apartarse del mundanal ruido y evitar que los amigos gorrones se presenten en sus casas; consiguen tener el silencio y el reposo que necesitan para su labor creadora, pero nos privan habitualmente de su compañía a cambio de labrarse una leyenda de “escritores e intelectuales siempre al margen de las pompas y los fastos”, de “escritores casi misántropos”. Son, del mismo modo que a Silverio Lanza lo llamaban “el raro de Getafe”, “los raros de Garrapinillos”. Ambos tienden a la melancolía. En el caso de Antón incluso se entiende y está medianamente justificado: el hombre es de origen gallego y se esfuerza en recordar las brumas de Caión y Baladouro, la playa del Caracol y su apéndice menor el Caracolillo, sus baños entre delfines, la saudade, en suma, que puede hacerle proclive a cierto grado de melancolía. En el caso de Víctor es más difícil explicar de dónde le viene tal tendencia, porque procede de Caspe, y allí, que uno sepa, no tienen delfines, ni brumas, ni playas. El mar de Aragón, sí, pero me parece a mí que no es comparable al mar bravío de Barrañán. Ambos son entusiastas, brillantes y eficaces. El entusiasmo en todo lo que hacen es característica marca de la casa, igual sea para dirigir Borradores o Artes y Letras, o para comisariar la gran exposición del Zaragoza en su 75º Aniversario, que es lo que va a hacer Antón este año, que para dirigir el Museo Pedagógico de Aragón o nuestra revista Rolde, o dar clases, desde luego entusiastas, en la Universidad, que es lo que hace Víctor (que llega al extremo de llevar a sus alumnos al parque de Huesca para enseñarles las pajaritas de Acín y explicarles así cómo se escribió la historia, en una especie de clases peripatéticas, a lo Aristóteles, que enseñaba paseando). Y la brillantez y la eficacia son también virtudes compartidas por ambos: los dos son capaces de desarrollar sus ideas. Y esto no es fácil. Muchos conocemos gentes brillantes, con grandes ideas, pero con una incapacidad manifiesta para llevarlas a la práctica. Víctor y Antón son brillantes, pero a la vez son eficaces. Se puede dejar en sus manos cualquier proyecto sabiendo que aquello va a salir adelante con solvencia. Y lo dice quien ha confiado en sus manos algunas de las cosas que más quiere: su equipo de fútbol, en el caso de Antón, y la revista que fundó hace ahora treinta años, en el caso de Víctor. Comparten los dos otra peculiar característica: son generosos hasta la extenuación. Generosos con su tiempo, que dedican siempre o casi siempre a causas perdidas o nada rentables; generosos con sus amigos y con quienes no lo son; generosos con su saber y sus conocimientos, que reparten a manos llenas en todos sus ámbitos de actuación; generosos con sus familias, con sus hijos (son los dos unos padrazos), con todo el mundo. Además, los dos están llenos de ternura, de buenas intenciones, de ganas de hacernos fácil la vida a los demás.
Podría ocurrir que también sus libros fueran almas gemelas. Descansé cuando vi que Víctor llamaba Irene a uno de sus personajes centrales y que a su padre lo llamaba José Luis y a su novio anterior Arturo. Imaginen lo que hubiera sido encontrarme con Graciela Gestal o Pacucha Esmorís, en vez de con Irene, o con Delfín Gobantes, Gomesende Padín o Lelo de Monteagudo (que son, para los que no lo sepan, algunos de los personajes de Antón en Golpes de mar, su último gran libro de relatos) en vez de con Arturo y José Luis. E imaginen cómo respiré cuando comprobé que la acción comenzaba a desarrollarse en Huesca y no en las las islas Sisargas, Anzobre, Campolongo o las cimas de Malvís. Me asusté un poco en cambio cuando leí en Por escribir sus nombres frases como ésta: “En los atardeceres, cuando el sol se desangra lentamente sobre los tejados y juguetea en las copas de los árboles haciéndose el remolón como un niño a la hora de irse a la cama, el cielo me regala un espectáculo distinto cada día, tan emocionante e incierto como las más hermosa de las óperas”; o cuando el profesor narrador quiere besar a Irene y al decirle ésta que por qué no lo hace, aquél le contesta: “porque luego no sabría cómo dejar de hacerlo”. En ambos casos me dije aterrado: “esto es Antón en estado puro. ¡Otra vez, no!” Pero era sólo una falsa alarma. Enseguida pude comprobar que la prosa de Víctor iba por otros derroteros, por sus propios derroteros. Sí comparten Golpes de mar y Por escribir sus nombres tres características: Ambos libros son libros de amor. Igual que Golpes de mar era un libro de amor, el libro de Víctor también lo es: el del amor de Paco Ponzán y Palmira Plá, el de Ramón Acín y Concha Monrás, el de Irene y el profesor. Ambos tienen una enorme intensidad dramática. El libro de Víctor tiene algunos momentos especialmente inolvidables: el testamento de Ponzán, la muerte de Ramón Acín, la guerra en Caspe, las visitas a la cárcel de Pilar Ponzán y Palmira Plá para intentar ver a Paco Ponzán y llevarle aunque sólo fuera “un paquete con ropa limpia”, el asesinato de éste por los alemanes... Y ambos están extraordinariamente bien escritos. En el caso de Antón, nunca se me hubiera ocurrido destacar este detalle, pues todos sabemos hace muchos años que es un grandísimo escritor. Pero en el caso de Víctor sí merezca quizá la pena resaltar este aspecto, pues no deja de ser su primer libro de ficción y parece ya que hubiera escrito una docena de ellos. Aunque hay quienes, aun escribiendo una docena, jamás escribirán con la corrección y elegancia con que lo hace Víctor. En lo demás son libros completamente diferentes. La característica principal del libro de Víctor, que lo recorre íntegramente, desde el principio hasta el final, es la emoción. Emoción en todo y por todo: emoción porque el profesor da clase en Huesca, pero no en un edificio cualquiera, sino en el mismo edificio que frecuentaron Ramón Acín, Evaristo Viñuales, Paco Ponzán o María Sánchez Arbós; emoción cuando el profesor conoce a Palmira Plá en Zaragoza y cuando la visita en Benicàssim y ésta le dice al despedirse: “llámame cuando llegues que estaré preocupada”; emoción en el capítulo “Huesca fue Granada: la muerte de Ramón Acín”, que es verdaderamente sobrecogedor; emoción al comprobar qué difíciles tuvieron que ser los amoríos de Palmira Plá y Paco Ponzán; emoción cuando un miliciano canta en Caspe la jota de las carrozas: “Más valen las alpargatas / de un humilde jornalero / que las doradas carrozas / de los nobles tiranuelos”; emoción –desgarradora esta vez- cuando los perdedores de la guerra cruzan la frontera de Francia y los gendarmes franceses tratan de impedir el paso a un grupo de niños de la Colonia Escolar de Benasque; emoción en la prisión y muerte de Ponzán; emoción, en fin, al final de la novela cuando el profesor puede tener en sus manos la pluma estilográfica de Paco Ponzán. En el libro de Víctor están presentes algunas de las historias más desgarradoras de la guerra civil en Aragón: la muerte de Acín, la actividad del grupo de Ponzán, Caspe... y en su forma de novelar, contándonos muchos de esos episodios de forma conmovedora, está también presente su intención de recuperar la memoria histórica, su compromiso irrenunciable con los que perdieron la guerra. Porque desde el momento en el que escribe sobre ellos, desde el mismo momento de “escribir sus nombres” y “por el hecho de escribir sus nombres”, todos ellos están de nuevo vivos entre nosotros y, de ese modo, Víctor consigue que no hayan muerto del todo. Consigue devolverles, de algún modo, todo lo que perdieron, y rendirles el tributo y el homenaje, en forma de novela, al que se hicieron acreedores. Y eso -y esto es muy importante- no lo hace Víctor desde la militancia política o desde el radicalismo ideológico. Lo hace sólo como miembro de esa sociedad civil que, setenta años más tarde, comprende que ha llegado el momento de hacer justicia con muchos de los que dieron sus vidas por una causa justa. (Lo ha hecho también en un texto memorable que ha publicado recientemente en el catálogo Escuelas. El tiempo detenido, en el que también utiliza el sistema de escribir sus nombres para luchar contra el olvido). Porque el libro de Víctor es un libro comprometido con esos hombres y mujeres de la República -maestros, artistas, escritores e intelectuales- que supieron desde el principio cuál era su sitio y al lado de quiénes tenían que estar, aunque no fueran de su misma clase social: con los más débiles, con los menos favorecidos por la fortuna, con los pobres y los desvalidos. Por eso el libro de Víctor es un libro valiente y honesto a carta cabal, decente de los pies a la cabeza. Pero es que además de todo esto, Por escribir sus nombres es una gran novela, una de las más atractivas e importantes que se han publicado en Aragón en los últimos años, en la que determinados hechos históricos se utilizan de forma narrativa, se incorporan a la ficción y se fusionan con ella, formando un puzzle incomparable: los amores de Palmira Plá y Paco Ponzán, que se novelan y se versionan, se unen a los amores de Irene y el profesor, que son pura ficción, y todo ello sirve de excusa para hablarnos de Ramón Acín y Concha Monrás, de la Casa Ena, de “los buenos vecinos de Huesca” de los que habló Max Aub en La gallina ciega, de Evaristo Viñuales o de Juan Arnalda. Incluso de contemporáneos como ese Víctor Lancina, “escritor y periodista, republicano militante, impulsor de campañas justas”, que tan fácil de reconocer es. Mariano Gistaín escribió en “El Periódico de Aragón” que la novela de Víctor le traía ecos de Soldados de Salamina. No es mala ni desatinada comparación. Con vender la mitad nos conformamos.
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