De portería a portería…

Víctor Juan

[En Cuentos a patadas. Historias del Real Zaragoza

Ilustraciones de Blanka_Bk]

 

A mi hijo Guillermo

 

Una noche, cuando tenía siete años, Guillermo se acercó, me abrazó y, con toda la solemnidad que puede reunir un niño de tan corta edad, me dijo:

- Papá, me alegro mucho de haber nacido en esta casa.

- ¿Por qué? –le pregunté con esa cara de circunstancias que se nos pone a los padres ante grandes situaciones como ésta.

- Porque si hubiera nacido en otra familia, quizá ahora no sería del Zaragoza.

 

Cuando oía la llave en la cerradura de la puerta, corría a su encuentro. Ahora sé que mi carrera le hacía sonreír y que aquel recibimiento entusiasta y cotidiano borraba de golpe sus preocupaciones. La cera que mi madre le daba al suelo del pasillo me ayudaba a recorrer el último tramo patinando. A los dos nos bastaba con que yo le dijera “¡Papá…!” mientras le abrazaba rodeando su cintura. Él me revolvía el pelo.

-         Te traigo unos cromos que me ha dado Violeta para ti.

-         ¿De verdad?

Para mí el fútbol ha sido, fundamentalmente, el fútbol contado. Mi padre me explicaba quién era cada jugador, de dónde había venido, cuáles eran sus cualidades esenciales, su demarcación natural en el campo... Se inventaba amistades con personas del club, me traía fotografías de los jugadores y me decía que ellos se las daban para mí.

Mi padre y mis abuelos eran zaragocistas. A veces me pregunto cómo habiendo nacido en esta ciudad o siendo aragonés se puede ser de un equipo distinto al Zaragoza. ¿Cómo se puede ser del Madrid o del Barcelona? ¿Cómo se puede ser del Betis o del Valencia, o de equipos más modestos como el Avilés o el Rayo Vallecano? Yo no he tenido otro equipo que el Zaragoza. A pesar de la incertidumbre de cada temporada, de la combinación de alegrías y decepciones, del riesgo emocional de vivir cada domingo con el corazón expuesto, o quizá justo por eso, nunca he sido de otro equipo. Bueno, por no faltar a la verdad, cuando tenía ocho o nueve años milité apasionadamente en el JIMA –Jugadores Internacionales Musculosos Aragoneses-, un equipo que formamos los críos de la calle. Enseguida supimos que si queríamos que nos consideraran un equipo serio, teníamos que buscar una indumentaria que nos identificara como un conjunto solvente. Elegimos un equipaje compuesto por calzón azul y camiseta blanca. Las medias eran un detalle insignificante. Cada uno se ponía los calcetines que tenía por casa. Nos hicimos los números de los dorsales con tiras de escay que nos daba el hermano de Roberto, un chaval de quince años que ya trabajaba en una tapicería. Conseguimos ir bastante conjuntados, aunque Mariano rompía la homogeneidad del grupo porque tanto invierno como en verano sólo llevaba camisetas de tirantes. Su madre no creyó en el futuro de ese central expeditivo y no quiso comprarle una camiseta nueva. Mariano se enfadaba mucho cuando le decíamos que se ponía la camiseta de tirantes para enseñar los tres pelos que ya asomaban en su sobaquera. En mi calle nadie tenía axilas.

El JIMA nos dio muchas alegrías y algunas tardes de gloria cuando jugábamos contra Los Centauros de Montemolín. Presumían de tener un campo de hierba. Nosotros no lo reconocimos nunca, pero envidiábamos aquel descampado verde que contrastaba con el pedregal de la playa de Torrero en el que entrenábamos y jugábamos durante los caóticos recreos de la escuela, amontonando los abrigos o las carteras para marcar los postes de las porterías. Frecuentemente el balón se nos caía al Canal. Entonces corríamos hacia la pasarela, nos tumbábamos en el suelo y estirábamos los brazos hasta rozar con la punta de los dedos el agua. Por toda medida de seguridad un compañero nos sujetaba apretándonos las piernas contra en suelo. Si la pelota superaba la pasarela tendríamos que seguir su rastro hasta un remanso que había un kilómetro más abajo, en “La Quinta Julieta”, y ayudándonos de cañas o a pedradas, procuraríamos acercarla a la orilla.

Los Centauros de Montemolín eran todos alumnos del Colegio Santo Domingo de Silos, conocido como “el Matute” por el nombre del cura que lo regentaba. Aquel gigantesco edificio que cada mañana se engullía a centenares de críos que enmudecían al traspasar la puerta, lo mismo podía haber sido un hospital que una cárcel. Sólo las ventanas rodeadas de una greca irregular, hecha de rectángulos blancos estampados en el ladrillo a fuerza de sacudir contra la fachada el borrador de la pizarra empapado en polvo de tiza delataban la actividad que se realizaba allí adentro. El jugador más alto de Los Centauros era un tal Ejarque. Aunque las normas de cada partido eran cambiantes y admitían un buen grado de flexibilidad compartíamos una serie de principios esenciales: “La ley de la botella: el que la tira va a por ella”, “Dos contra uno, mierda para cada uno”, “Vale portero saliente”, “Penalti contra gol, gol”, “De portería a portería churrería”... Sólo había un momento que, invariablemente, formaba parte de la liturgia de cada encuentro: había que sortear el campo. Lo hacíamos para que Ejarque sacara una moneda de un franco, regalo de un tío suyo que vivía en Francia. Para mí Francia era Simoneta. En verano jugaba con ella a médicos durante las eternas horas de la siesta, cuando el sol reblandecía el alquitrán de las calles y los seres vivos se protegían en la penumbra de la herida del calor. En aquella época desconfiábamos de los franceses. En realidad nos hacían desconfiar de todo. El mundo se dividía en España y el extranjero. Sólo conocíamos Francia por la versión de la guerra de la Independencia que se contaba en Agustina de Aragón –la película que, irremediablemente, echaban por televisión cada 12 de octubre- y por las patrañas que nos contaban en la escuela sobre los afrancesados, el alcalde de Móstoles, el tamborcillo del Bruch… historias que mezclábamos con las gestas de Viriato, con el ejemplo de firmeza y decisión de Guzmán el Bueno, con el gol de Marcelino a Rusia… Las glorias imperiales… Un día estábamos en clase con el director de la escuela. Gabriel, sentado como siempre en la primera fila, empezó a sollozar:

-         ¿Qué te pasa, majo? –le preguntó el director.

-         Que me he dejado el cuaderno en casa…

Todos esperábamos que para fortalecer la memoria de Gabriel, el director le hiciera subir a la tarima y le administrara públicamente su ración de Berta III –la más célebre de las reglas de madera que tuvimos-. A continuación le sermonearía sobre cómo se empieza dejando el cuaderno en casa y se termina siendo carne de cárcel o de patíbulo. Pero nada ocurrió como estaba previsto. Don José, a quien todo el mundo llamaba el porki, saltándose el guión, extendió benevolente su mano y le dijo:

-         Anda, ven, no llores, que tienes el corazón más grande que Franco.

El corazón más grande que Franco… Todavía hoy no sé a qué vino aquel recuerdo espontáneo dedicado al caudillo. Momentos publicitarios como los que ahora aparecen enmascarados en las series de televisión. Cada vez que lo pienso me parece más desastrosa la educación sentimental que recibimos… Nuestro mundo terminaba en los límites de la ciudad y en los viajes que hacíamos en verano al pueblo. Por eso nos fascinaba la moneda francesa que aquel gigantón guardaba cuidadosamente en su bolsillo. Rodolfo Ejarque era buen chaval, pero en el campo de hierba de Montemolín no había sitio para la confraternización.

Durante las fiestas del barrio, en los terrenos del campo de fútbol de Montemolín instalaban una pista de autos de choque. Y fue allí, en los coches chocantes, donde me hice amigo de Rodolfo. Algunas tardes, el dueño de la pista le regalaba un puñado de fichas para que montara cuando no había mucho personal. Un día, a pesar de la cicatriz que llevará para siempre en la rodilla, consecuencia de una violenta entrada que le hice para frenar en seco su subida por la banda, me preguntó si quería ocupar la plaza de copiloto. Mientras sonaba Coge tu sombrero y póntelo, Ejarque se acercó en un coche rojo al banco en el que yo estaba sentado y me gritó:

-         Tú, capullo ¿quieres montar?

-         Montaré, aunque sea con un gilipollas como tú.

Era nuestra forma de decirnos que nos teníamos respeto y que nos apreciábamos.

Poco tiempo después el JIMA, el colectivo de Jugadores Internacionales Musculosos Aragoneses, se desintegró. Ramón, el mayor del equipo, nuestro capitán, el que apalabraba el día y la hora de los encuentros, se marchó a vivir a Barcelona. Mi padre cumplió sus amenazas y me envió a estudiar a un internado. Le habían hablado muy bien de uno que regentaban los frailes franciscanos en Corella, en Navarra, y allí me abandonaron un triste día de septiembre. Lejos de casa, creí que nunca más volvería a ser feliz, pero mi estancia en el internado me iba a deparar algunas sorpresas agradables. Conocí a un chaval que se convirtió en mi cómplice durante los tres años que estuve con los frailes. Jorge era de Mallén. Había llegado al internado porque la escuela de su pueblo se había quemado unos meses atrás. Todos pensábamos que el incendio no fue fortuito y que Jorge había tenido algo que ver en el accidente, pero él jamás comentaba nada de ese asunto. Era un par de años mayor que yo y le admiraba por muchas razones, pero sobre todo porque había hecho realidad su sueño de las mañanas de los lunes: que a la escuela se la tragaran los infiernos. Él hubiera querido que también desaparecieran los maestros, pero no se puede tener todo. Jorge nos contaba historias y nos robaba el miedo con palabras. Inventaba el pasado de nuestros guardianes. Sabía que el mundo nos pertenece cuando lo podemos nombrar y contar. Por eso le pedíamos que nos narrara la historia de amor imposible del padre Evaristo, una bestia que nos daba capones en la cabeza y un poco de Historia y de Geografía, o que nos explicara las razones que le llevaron al director a abandonar su prometedora carrera como torero para hacerse franciscano. Su permanente sonrisa y un bigotillo que ya le oscurecía el labio superior hacían de Jorge un tipo con un encanto irresistible para las mujeres. Entonces todavía no sabíamos que siempre se queda con la chica quien la hace reír. Jorge y yo pasamos tardes enteras hablando del Zaragoza, de Lapetra, de Los Magníficos, de Arrúa y de “Lobo” Diarte, del seis a uno que le metió el Zaragoza al Madrid, de la Copa de Ferias, de los próximos fichajes…

Exceptuando el breve período de militancia en el JIMA yo sólo he sido del Zaragoza. Naturalmente, sin pensarlo, ejercía mi zaragocismo. Cada vez que podía, en los partidos que organizábamos en la escuela o en la calle, elegía para mi equipo el nombre de Real Zaragoza y nos enfrentábamos a Brasil, a Holanda, al Liverpool o a la selección alemana. Cuando jugábamos a gol portero, mientras mis amigos se pedían ser Alfredo Di Stéfano, Pelé, Johan Cruyff o Neeskens, yo defendía mi portería tomando prestados los nombres de Ocampos, Planas y, sobre todo, de Violeta, de José Luis Violeta Lajusticia, El león de Torrero. No lo hacía por el romanticismo que nos lleva a defender causas inciertas. Siempre he sentido una inclinación hacia lo que tengo más cerca y que termino considerando como propio, como una parte de mí.

Si tuviera que destacar a un jugador que representara el espíritu del Zaragoza, elegiría a Violeta. Me parece que la esencia del zaragocismo y del amor por el club se encierra en la decisión de Violeta cuando no quiso cambiar su contrato con el equipo de su ciudad por el Real Madrid. Se quedó aquí para jugar en segunda división renunciado a la fama y al dinero. Fue catorce veces internacional, pero lo más importante es que sólo tuvo un club: el Real Zaragoza. Posiblemente en esa época, mucha gente identificaba al Zaragoza con Violeta y con aquel “boooorde-boooorde” que se escuchaba en La Romareda, un grito legendario, unánime, nacido del interior de miles de gargantas, un grito emitido en una afinación perfecta sol-mi, sol-mi, una melodía en sordina, envolvente, sin estridencias con la que la gente demostraba su desacuerdo. Borde-borde… Era una de las pocas cosas que los zaragozanos podían gritar juntos. Todo lo demás había que hacerlo en solitario. Mi padre me contaba una y otra vez, como si se tratara de un cuento, el gol de la niebla que Violeta metió contra Las Palmas, el derroche de fuerza y de talento de tantas tardes de fútbol de El león de Torrero.

Mí padre decía que su vida hubiera podido ser bien distinta si no se hubiera enamorado tan joven de mi madre y si hubiera reunido el valor necesario para dejar su casa y probar fortuna en las categorías inferiores del Zaragoza. Luego recreaba mil veces las mismas historias: cómo subía por la banda, su regate endiablado, las tardes en las que todo el campo coreaba su nombre, los trallazos que salían de sus piernas… Todo me lo creía: su nariz torcida para siempre por el cabezazo que le dio un defensa cuando remató el gol de la victoria que propició el histórico ascenso del equipo a tercera división…Yo quería creer lo que me contaba. Cuando hablaba de fútbol desaparecía la sombra del cansancio que arrastraba desde que se levantaba antes del amanecer. En el camión, junto al dudoso san Cristóbal con el “Papa, no corras”, llevaba una fotografía de José Luis Violeta y el escudo del Zaragoza. Mi padre prolongaba con palabras el instante breve de felicidad propiciado por el momento en el que el balón traspasaba la línea blanca y se colaba en la portería. Escuchándole resultaba evidente que el fútbol, además de un espectáculo efímero, como son efímeras todas las pasiones convulsas, es para contarlo. Hablaba de fútbol para recrear una y otra vez los goles, para inmortalizar con palabras las jugadas, las anécdotas de cada temporada... Estaba convencido de que cada liga, cada jornada, representaba la oportunidad de volver a empezar con la ilusión y los sueños intactos. Ahora, sí. Este año, sí. Este partido, sí. Para él, el fútbol se resistía a la rutina de la lógica, reunía la emoción de la incertidumbre, de lo imprevisible y de lo incierto. Por eso se dejaba seducir nuevamente cada vez que el balón rodaba por el césped, en cada jugada, en cada minuto... Sabía que tras las lágrimas de la derrota se puede desatar la emoción de una victoria inesperada, que un destello de genialidad hace olvidar noventa minutos de errores y desaciertos y que ningún triunfo es garantía del siguiente porque todo empieza en cada partido.

Cuando mi padre contaba los partidos parecía que su participación había sido esencial en cada encuentro, como si él fuera el organizador, el cerebro del equipo, el encargado de crear espacios donde no había nada. Interiorizaba cada jugada, reordenaba la posición de cada uno de los jugadores y cambiaba el ritmo de su narración como si con palabras pudiera regatear al contrario. Aún le escuché contar muchas veces a mi hijo Guillermo el gol de Nayim:

- No quedaba apenas tiempo de la prórroga, yo estaba sentado justo aquí –le decía a Guillermo señalando el sofá-, preparándome ya para la tanda de penaltis, que siempre son una lotería. Entonces Cedrún sacó de puerta… Cuando Nayim recogió el balón me levanté, vi que el portero estaba adelantado y le grité “tira, tira, ahora...”.

Y recreaba para su nieto, como había hecho tantas veces para mí, la trayectoria de la pelota. Su cara era la imagen perfecta de la felicidad:

- El balón inició su vuelo. Mientras Seaman, el portero del Arsenal, retrocedía yo sabía –sonreía convencido mi padre- que el portero no llegaría a despejar la pelota, deseaba que Seaman se tropezara y viera desde el suelo cómo el balón se colaba entre los tres palos. Así fue. El balón cayó dentro de la portería y nuestros gritos ahogaron los gritos de los comentaristas de la televisión. Y supe, justo en ese momento, que había merecido la pena vivir, día a día, para disfrutar de ese instante.

*    *    *

A veces la vida me pone un enorme nudo en la garganta y me deja desorientado con la cara de Seaman, la cara del portero que no entendía nada. Arrodillado bajo el arco que no pudo defender comprobó, con la mirada extraviada de boxeador sonado, abatido en el combate, que nada tenía ya remedio porque el balón estaba en el fondo de la red. Si los gritos, los latidos en el interior de su cráneo y el abismo que le había crecido en el estómago formaban parte de una pesadilla, ya bastaba así. Había llegado el momento de despertar. Lo intentó. Parpadeó insistentemente. Miró a su derecha. Se había detenido el tiempo. Todos se movían a cámara lenta. Olvidó respirar. Se dejó caer en el césped, cerró los ojos y le aplastó el peso de la verdad: tendría que aprender a vivir con la derrota. Hubiera dado lo que le hubieran pedido por no encontrarse en el Parque de los Príncipes de París justo esa noche en la que Mohamed Ali Amar iba a meter el gol de Nayim. Unas horas antes, Nayim se asomó a la vida desde la ventana de un hotel de lujo y pensó que no había una ciudad más hermosa que París. Para él las ciudades eran los vestuarios de los campos de fútbol y algunos hoteles. Pero París era distinto. El aire de aquella primavera parecía guardar un secreto. Quizá por eso, contra lo que era habitual en él, había madrugado y estaba allí contemplando el despertar de una ciudad que había asombrado a otros ojos antes que a los suyos y que seguiría cautivando a los visitantes cuando él ya no pudiera asomarse a ninguna ventana. Pensó que el mundo estaba bien hecho. Se sintió feliz. Uno de los primeros días de mayo él estaba en París. Hoy puede ser un buen día, se dijo. Y lo fue. Este joven que miraba París desde la ventana de un hotel no podía intuir que unas horas después iba a meter un gol imposible, el gol de Nayim, un gol que cambiaría su vida. Y la nuestra.

*Este cuento se publicó en Cuentos a patadas. Historias del Real Zaragoza y lo ilustró Blanka_bk